La gente jamás iba a dejar de quererlo, y la demostración
final sería cuando no lo pudiera disfrutar, cuando estuviera como ahora:
muerto. La incapacidad de muchos, la mezquindad de algunos, la inoperancia de
otros, la desidia general, provocaron el hecho más triste de la terriblemente
triste noticia del fallecimientoe del último gran ídolo.
Una sola cosa merecía Maradona cuando partiera hacia otras
esferas y esfumara su terrenal cuerpo a la memoria de la inmortalidad: que su
pueblo, su gente, Fiorito, la Boca, la villa y el barrio privado, Nápoles, y el
“quizá ceno hoy y mañana no sé” pero dejo la changa para ver un féretro caro en
cuyo interior va un pedazo de cada una de esas almas, tuvieran el enorme y bien
merecido derecho de despedirlo.
Le quitaron a Maradona el único motivo que lo empujaba a
vivir desde hace ya varios años: el cariño de la gente, y le quitaron el acto
final de grandeza por el cual también iba a pasar a los libros de historia. La
última página de su leyenda se debía
escribir con este título: “Fue el funeral más grande del que tenga registro el
país”. La acaban de dejar en blanco,
entre mezquindades y un Estado que desde hace muchos años es incapaz de
controlar y sobrellevar actos multitudinarios.
Después vendrían las discusiones de café, donde alguno diría
“¿te acordás del velorio del Diego?, jamás se vio tanta gente junta”. “Sí, pero
el funeral más concurrido fue el de Evita”, diría otro. “No dejen afuera al
General y a Néstor”, aportaría un tercero. “Alfonsín tuvo lo suyo, no quizá con
tanta dimensión, pero tuvo lo suyo eh”, remataría otro como para no dejar las
conclusiones sólo en el Diez y en el peronismo. Tertulias que no hacen más que
agigantar los mitos. Folclore. Floclore del bueno, del que nos gusta.
Sin embargo, al hombre del pueblo le sacaron al pueblo en la
hora más triste. Los que lloraron por él de alegría, los que se angustiaron en
sus tropiezos, los que se tatuaron su cara, su nombre, el 10, los que le
rezaron, tenían ya no el derecho, sino la obligación de contar con la
posibilidad, aunque sea, de pasar frente a ese cofre tapado donde se guarda el
único tesoro que les adornó el alma.
A Maradona le robaron su última voluntad. Al hombre que
nunca podía estar solo pero que la fama condenó a la soledad, le quitaron el
acompañamiento que él más quería, el de los anónimos que al grito de
“¡Diegoooo, Diegooo, olé olé olá!”, con lágrimas y ofrendas compradas quizá con
el último billete, le iban a demostrar su devoción y cariño.
La policía no tenía que estar ahí, era sólo unas horas más
de apurado desfile frente al cajón. Fue orden y respeto hasta que aparecieron
los que no estaban invitados a la cita. Hasta allí, Maradona y su pueblo
manejaban la situación. Pero, como todos sabían, si algo podía salir mal iba a
salir mal. Al desenlace desastroso lo empujaron con el condicionamiento
horario, lo remataron con los uniformados pegando, y lo estropearon todo jugando a la política de saldo sobre el
cadáver del ídolo.
Se tiran culpas por encima de una grieta cada vez más
profunda y absurda olvidándose del momento. Al costado, llorando, está ese
pueblo que acaba de perder al último ídolo. Ese pueblo que jamás los idolatrará
como a él. Ese pueblo que se desviven por conquistar pero que nunca tendrán tan
a sus pies. Ese pueblo que sólo les pide respeto y que dejen la politiquería
para otro día. Ni a esa altura se pudieron poner en una circunstancia así, ni
de uno ni del otro lado.
Todos demostraron tener menos luces que un candíl para organizar
un funeral, entonces hago propias palabras que acaba de tirar un amigo en un
grupo de WhatsApp: “¿En serio este Gobierno va a armar un operativo para
vacunar a 45 millones de personas y no pudo armar un velorio?”.
Si ni siquiera pudieron garantizar que se cumpa la voluntad
del último tipo que sembró alegrías. Y no era demasiado, sólo que su gente
pasara a ver ese féretro cubierto por una bandera que, a él le quedó a medida,
pero a ustedes, políticos argentinos, les queda muy grande todavía.